Hay cosas que a nadie le gusta hacer, cuantimenos en tiempos de pandemia. Sobresale, entre todas, la visita al dentista: una cita periódica de la que con frecuencia se teme uno lo peor, y lo peor es tan simple como una caries más.
Cierto que no es lo mismo salir de ahí con dos muelas tapadas que merecer boleto para una endodoncia, pero en estos asuntos el terror corre a cargo del paciente. Ya puede uno haberse pasado la infancia entera pagando sus pecados bajo el foco implacable del ortodoncista, que jamás se acostumbra a la tensión nerviosa que genera el ruidillo vibrador de la fresa eléctrica dentro de la boca. Cada nuevo suplicio parecerá el primero, inevitablemente.
El suplicio, no obstante, ocurre en dos sentidos. Entre menos conserve la calma la calma el paciente, mayor será el castigo para quien brega bajo su paladar. Nada tiene de raro que la profesión de dentista registre un alto índice de suicidios, pues si uno sale del consultorio con los nervios deshechos por cuarenta minutos de chirrido y sobresalto, hay que ver cómo acaban quienes han de vivirlo hora tras hora, día con día, sin apenas descanso y bajo el peso de una responsabilidad que a cada instante se les recuerda a gritos, literalmente. El dolor y la angustia pecan de contagiosos, más todavía si aquel que los provoca lo hace con las mejores intenciones.
Hace ya casi un año que evito hablar de un cierto pánico recóndito, tanto que ahora mismo lo hago a mi pesar, presa de la ansiedad supersticiosa de quien teme llamar a la desgracia. ¿Qué se hace en estos tiempos de encierro y tapabocas con un dolor de muelas? Quien ya haya padecido alguno de los fuertes —esos que hacen berrear y desearse la muerte a media madrugada— sabe que no es un tema baladí, y si esto es complicado para los pacientes, ¿qué no será en el caso de los oficiantes de una de las profesiones más sufridas, solitarias y hoy día amenazadas del planeta?
Cuesta creer que a estas alturas haya quienes se atreven a poner en duda la importancia de inmunizar a los dentistas al parejo del resto de los profesionales de la salud. Hoy que tanto se nos previene contra las gotículas de saliva que eventualmente flotan en el aire, parece redundante recordar que en muy pocos lugares babea uno con tanta profusión como en el consultorio del dentista. Tose también, y grita, y expectora, sin reparar gran cosa en otra circunstancia porque el dolor le ha hecho protagonista. ¿Qué hace un dentista para protegerse, y de paso ofrecer inmunidad a los demás pacientes que ocuparán idénticos espacio e instrumentos? ¿Trabaja al aire libre, se calza una escafandra, posterga su trabajo para el año que viene? ¿De qué vive, por cierto, cómo paga su renta si hace ya tantos meses que solo atiende en caso de emergencia?
Puede que sea por causa de la misma aprensión a que el momento invita, pero quien esto escribe suele cultivar cierta amistad con los dentistas. Me han tocado unos cuantos tipos estupendos, especialmente luego de hacerles plática y relajar poco de la tensión nerviosa propia de un oficio tan delicado como minucioso, donde el acierto apenas se percibe y hasta el mínimo error puede arrastrar consigo los alaridos más desgarradores. Es decir que si en días comunes y corrientes ser dentista supone envejecer más pronto, en los tiempos que corren exige alguna cuota de heroísmo que por lo visto no todos aprecian.
Pero nadie mejor que los dentistas —cuyo nombre solo suele estar vivo en la memoria de los adoloridos— ha sido facultado para entender la ingratitud tenaz de nuestra especie. Sufren siempre en silencio, frente a gente que grita y lloriquea y parece culparles de todas sus desgracias.
Quien sepa lo que es un dolor de muelas, pregúntese ahora mismo qué haríamos sin ellos y por qué diablos no se les cuida mejor.